No te da la gana de sacar la loba a pasear 3

Humana era una excelente corredora y, además, se solía pintar las piernas de blanco. Esto, que pueda parecer un acto de completa extravagancia, producía un efecto maravilloso cuando Humana se daba a la carrera. Entonces sus piernas se movían tan rápido que el color blanco formaba como un abanico y pareciera que Humana no estaba desnuda, sino que vestía una falda larga de aspecto un tanto fantasmagórico.
Yo me la imaginaba corriendo entre los olivos del valle, con Leona apresurándose muy cerca, o sintiendo cómo a la carrera atizaban su cuerpo las ramas de los viejos arbustos de los montes del Este. Me parecía ver aquel hermoso cabello arremolinándose con la velocidad; y los muslos claros y tensos precipitándose hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás.
Pero está claro que la acuarela es un ejercicio espiritual mucho más tranquilo que echar carreras con una leona a la luz de la luna. Y eso hacía yo: mojar mi pincel en agua corriente y mancharlo con las pastillas de colores más cálidos. Como todo ejercicio espiritual, la actividad tenía algo entre la voluptuosidad y los juegos más infantiles. Así que, después de enjugar bien las cerdas, me decía “¿preparada?, ¿lista?” y empezaba a trazar siluetas. Más tarde procuraba extender las capas de relleno con sentido, no de forma lineal como te enseñan en el colegio. Una pincelada no iba nunca desde la mano al hombro para volver a la mano, sino que primero atendería al omoplato dejando la mayor cantidad de color sobre la zona más sombreada. Luego pasaría al hombro y al bíceps, tratando de jugar de la misma forma con la cantidad de color de la gota de agua para que se moldeara bien el volumen de los músculos.
En esas estaba un día, tratando de que vulgares manchas de color tuvieran un sentido sensual, cuando me pareció que la loba carraspeaba. Antes de que el miedo se presentara en mi cuerpo, al tiempo que me giraba mis ojos tuvieron tiempo de ver el brillo de su colmillo izquierdo. Pero sólo tuvieron tiempo de eso porque enseguida el pánico me atrapó e hizo que mi cuerpo volviera a su postura sobre el escalón y mis ojos quedaran en blanco a la espera de nuevas instrucciones de color.
Una semana más tarde, ya del todo recuperada del susto, volví a sentarme en el escalón y a perder la noción del tiempo con mis acuarelas. En toda la velada, la loba no me había molestado, pero fue Humana quien, al recordarme una de mis viejas tareas, volvió a interrumpir mi proceso creativo:
- No te da la gana de sacar la loba a pasear –había dicho de pie sobre el escalón donde yo me sentaba.
Leona le acompañaba y me miraba con los mismos ojos fieros y familiares. Primero me estremecí de la idea y luego intenté protestar. La verdad es que me extrañaba su gesto porque hacía tiempo que no me regañaba, y menos con esa vieja reprimenda. Hasta ahora me había dejado durante mucho tiempo dedicarme a la observación de las mariposas, a coleccionar hojas y a mi nueva afición: la acuarela.
- Hermana –dijo bajando del escalón y adelantando varios pasos–, algún día tienes que hacerte fuerte, ¿no? Con esas aficiones que tienes nunca conseguirás una voz firme o un gesto decidido para enfrentarte a las injusticias. ¿Cómo lo harás cuando lleguen?
Humana había dicho mi nombre y cuando Humana pronunciaba “Hermana”, me temblaba todo el ser y sabía que no sólo hablaba con sinceridad, sino que había que seguir cada una de sus palabras porque transmitían una ardiente y maciza razón.
- No quiero decir que las abandones. Está claro que esas artes son parte de tu personalidad –continuó Humana-, pero también tienes que endurecerte y madurar en ese sentido es más fácil si te dedicas a parar truenos o a echar carreras con Loba.
Otro nombre: Loba. En cuanto lo pronunció, me giré como una autómata, igual que la última vez, y esta vez lo que brilló no fue un colmillo, sino las uñas de una garra. Como si tuviera un muelle de resorte, volví mecánicamente a mi posición y dije sin aliento:
- Ni siquiera consigo mirarla.
- Cuando eras pequeña sí la paseabas.
- No me acuerdo de eso –dije cruzando los brazos.
Se hizo un silencio parecido a un lienzo inconcluso. Su leona movió el rabo majestuosamente y luego volvió a posarlo sobre el suelo. La luz de la luna pestañeó sobre la piel de Humana como si tuviera síntomas de cansancio y mis ojos se quedaron descansando sobre sus caderas. Entonces, ella se volvió y me miró con ternura:
- Saca a pasear a la loba, Hermana.
Luego Humana y Leona empezaron a alejarse parsimoniosamente de casa y, antes de llegar al bosque, desaparecieron a zancadas empujadas por su hambre de camino. Yo les seguí con la mirada hasta que se esfumaron, luego dejé los pinceles sobre el suelo, me levanté sin demasiado ánimo y me recogí el pelo con una goma.
Resignada, primero miré mi reflejo en la luna y ella me devolvió mi cara pálida y mi delgadez de tres metros de altura. Después, como por inercia, con una expresión de apatía me fui a meter la mano la mano en los bolsillos, pero recordé que estaba desnuda. Resoplando dije:
- ¿A dónde vamos?
Sabía que Loba no me respondería porque no es muy común que el animal al que paseas te comente sus lugares preferidos para correr o echarse. Supongo que, en mi inexperiencia como paseadora de fieras, no se me ocurrió nada mejor que empezar preguntándole su opinión.
- No me hagas preguntas si no esperas respuestas –gruñó ella.
- Bien empezamos –murmuré.
No te da la gana de sacar la loba a pasear ... 1, 2, 3 y 4.
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